Teléfono {Hija pt.1}

Suena el teléfono en el comedor, se demora en contestar porque esta disfrutando del final de su su plato favorito, quiere hacerlo interminable, lamentablemente, nada lo es. 

Hace tiempo no comía lasagna, y esta vez fue especial, por varios motivos. Caminó largas cuadras hasta llegar al mercado para seleccionar con la ayuda del experto vendedor los tomates para la salsa, los champiñones que irían sobre ella, la carne que bailaría junto al tomate en el sartén, y un grupo de ingredientes que compraría en el camino de vuelta. 

Hervir las capas de fideos, preparar las salsas (de tomate y bechamel), picar los champiñones, nada puede ser al azar, esperó esto desde que era niña. 
Tiene 20 años, es su primer año viviendo sola, luego de estar dos años en una pensión que difícilmente se parecía a una casa, conviviendo con 10 personas mas, cada uno dentro de su propia burbuja, a la cual llamaban 'pieza'. Agradece haber salido de ahí a tiempo. 

En el congelador espera por ella el clímax de la jornada, un helado de lúcuma con capas de chocolate en su interior, cada vez que lo prueba recuerda las reuniones familiares de los domingo. 
Aun tiene en su memoria la vez que tuvo que aprenderse los nombres de sus mas de treinta primos, ahora le da risa saber que eso no era normal, la mayoría tiene solo diez. 

Luego de deslizar por su esófago el último vestigio del plato que la tuvo mas de una hora en la cocina, se da cuenta que hay un sonido que no se ha dejado de emitir durante los últimos segundos. El teléfono sigue sonando, si ella no contesta, nadie lo hará. 

- Mm . .Aló?? - dijo con la boca aun ocupada en eliminar los restos de comida de los rincones casi inalcanzables para su lengua.

- Buenas tardes. ¿ Hablo con Valentina Plaza?

- Si, con ella, ¿con quién hablo?

- Le estoy llamando del Hospital. Necesitamos que venga lo más rápido posible.

Hospital {Hija pt.2}

Antes de preguntar 'qué había pasado' se detuvo a pensar que quizá el helado de lúcuma deba permanecer en el mismo lugar más tiempo del que tenía presupuestado.

Sin tener mucha información al respecto, más allá del típico 'es delicado, aquí le daremos detalles al respecto', tomó su abrigo de la suerte, para espantar todo tipo de mala vibra.
Ese abrigo verde petróleo, que había sido testigo de más alegrías que tragedias. Se lo ponía cada vez que iba a buscar los resultados de sus exámenes finales. Hasta el momento iba invicta, gracias al poder de su querido abrigo, que le enviara su madre el primer invierno que permanecía lejos del lugar donde nació.
Bajó por las escaleras, necesitaba pensar en las posibilidades, en las coincidencias, en un montón de cosas que relacionaran su vida con un hospital, que pudieran ser buenas.

Repasó una y otra vez la llamada telefónica que había recibido. El tono neutro y frío de su interlocutora quitaba toda posibilidad de que le fueran a dar una buena noticia. Mal que mal, no te llaman de un hospital para darte un premio, a no ser que lo hayas estado esperando por nueve meses. Estaba lejos de ser su caso.

Llego a la puerta con el número '1' de metal atornillada en ella. Luego de ver detenidamente el autoadhesivo 'salida de emergencia', atravesó el marco lentamente. Esta, al parecer, podría ser una emergencia.
Saludó con una sonrisa tan falsa como sus nervios la dejaban, pero no podía dejar de sonreírle a Arturo, el conserje. A pesar de tener esa comunicación de menos de un minuto diario, ha hecho buenas migas con él.
Caminó tres cuadras en dirección a cualquier lugar. Podrían haber llamado de la estación de policía, de la universidad, de los bomberos . . no, de los bomberos no; pero de las anteriores, podría ser menos trágico que una llamada sorpresa y con poca información desde un hospital.
Hizo parar un taxi cuando no buscó más respuestas.

- Al hospital por favor.

Quiso decir cualquier otra cosa, pero estaba atada de manos.
Se fue mirando por la ventana, mientras afuera comenzaba a llover. Le gusta la lluvia,
esto era un buen presagio. Alguien va a ser, o fue, papá. O mamá.
Se bajó del taxi, camino por las escaleras de un Hospital al que jamás había ingresado. 'Siempre
hay una primera vez para todo', que mala frase para una situación como esta.
Llegó al mesón de lo que parecía un call center, y se dirigió a la recepcionista.

- Hola, me llamaron por teléfono, y me dijeron que viniera urgente.

- Su nombre y apellido por favor.

- Valentina Plaza, con zeta.

A pesar de que era claramente obvio como se escribía, más de una ves lo habían escrito 'Plasa'.
Luego de teclear con una velocidad, que le hizo pensar que quizás la señorita tenia pulpos en
lugar de manos, se escuchó desde la otra parte del mesón.

- Ahh, es usted, le informaré al Dr. Yáñez que llegó.

- Muchas gracias - Le dijo sonriendo de la misma falsa manera que le sonrió a Arturo.

- Cuanto lo siento, de verdad.

Qué rayos haría que la recepcionista de un hospital le dijera 'lo siento' a una persona que ha visto solo un vez en la vida y que quizás nunca más vea. Esto no tiene buena pinta.

- ¿ Sentir qué . . ?

No alcanzó a obtener una respuesta, cuando apareció un tipo alto, de lentes gruesos, con un delantal
blanco que dejaba en claro su oficio.

- ¿Valentina Plaza?

- Si, soy yo.

- Acompáñeme, por aquí, por favor. Y le pediría que se prepare.

- ¿Prepararme para qué?

- Sígame. Lo sabrá enseguida. 

Azulejos {Hija pt.3}

Un Hospital está lleno de contradicciones. Por fuera la mayoría refleja la lugobridad de los años 70, década en la que la mayoría fueron edificados como son hoy en día; por dentro, son tan blancos, limpios y relucientes, que cualquier detalle, como manchas de suero, líquidos corporales de la clase que se te venga a la mente o desgastes propios de cada edificación descuidada, son altamente visibles desde una lejanía no inferior a los 4 metros. 
Avanzó por un pasillo que cumplía a cabalidad con los requisitos para ser un digno pasillo de hospital. Iluminado con tubos fluorescentes que parpadean como si te dijeran algo en código morse. Al final no dicen nada más que malas noticias, mal que mal, hay mas gente enferma que bebés naciendo.

El pasillo se volvía interminable. Pero el tour debía culminar de un momento a otro. 
Lo hizo en una puerta azul, sin perilla por lo demás. Un empujón reemplazaba a la interacción habitual para abrirla. 
Por fin una puerta luego de tanto azulejo y luces emulando ser estrellas titilantes. 

- Antes de ingresar, debo contarle el por qué esta usted aquí. Es necesario que reconozca el cuerpo que se encuentra en esta habitación.

- ¿ Qué cuerpo ?¿¿ qué me está queriendo decir ?? 

Sintió un apretón bajo su cuello, muy cerca de donde termina la garganta. Tragar era dificultoso. 
Creo que a esa sensación se le llama angustia, y llega cuando no quieres sentir nada, pero sientes todo. 

- Siento mucho que se haya enterado de esta forma, pero era necesario decírselo en persona. Habría sido de pésimo gusto mencionarlo por teléfono. Además, se recomienda estar acompañado cuando uno se entera de la muerte de un ser querido, sobre todo si es sumamente cercano. 

- No adorne tanto esto, y dígame de una vez ! ¿qué fue lo que pasó? ¿quién es la persona que debo reconocer? 

- Valentina, la persona que ha fallecido hoy, al parecer es tu padre. Necesitamos que pudiera confirmarlo.

Árbol {Hija pt.4}

Domingo por medio, los padres de Valentina alternaban visitas a casa de los abuelos de cada lado de la familia.
Ir a casa del abuelo materno, no era tan laborioso, a lo mucho estaba a 15 minutos de puerta a puerta.
El anfitrión de la mansión era Don Demetrio Altamirano, un hombre viudo de unos sesenta y tantos, que había labrado su fortuna en base a un trabajo de toda una vida viviendo en minas de oro, picota y pala en mano desde los doce años, hasta que su salud no pudo acompañarlo más. Hoy por hoy, invadido hace años por la silicosis, cuya dependencia al oxígeno comprimido lo obligaba a desplazarse en una silla de ruedas. Valentina no tenía recuerdo de haberlo conocido antes de que la enfermedad lo dominase, y solo vivió para verlo deteriorarse con los años.
Los días domingo se congregaban en una larga mesa sus 7 hijos y 2 hijas, con sus respectivas esposas y maridos, y en otra mesa, un poco más larga, se ubicaban la treintena de nietos que estos le habían dado.
Luego de almorzar los adultos bebían por horas licor de menta, manzanilla y fernet; y los chicos se lanzaban tardes enteras en la piscina, los mayores haciendo competencias improvisadas de nado, los más pequeños aprendiendo a nadar a la fuerza.
A una hora de allí, se encontraba la casa de sus abuelos paternos; Aurora y Alfonso. Él, panadero desde que su padre le había enseñado el oficio, cuando aún no había cumplido los diez años, en la década de los 40's; ella, una apasionada maestra de escuela, que había jubilado al cumplir los 50, pero había encontrado en sus nietos la motivación de seguir formando niños con valores, aunque solo los viera una tarde a la semana.
En el patio, se eregía un imponente lúcumo, del que su abuela sacaba algunos frutos para cocinar unos postres exquisitos.
Por ese lado, Valentina no tenía más de 8 primos, casi todos mayores que ella, por lo que su infancia no fue muy cercana a ellos; como sí lo fue mucho más adelante.
Cuando visitaba a sus abuelos, se sentaba en el columpio que su abuelo le armó un día en el árbol. Se balanceaba durante horas, soñando con su futuro, disfrutando de su presente.
Allí, sus tardes se hacían eternas, tan eternas como años más tarde lo sería para ella el frío pasillo de la morgue.

Etiquetas {Hija pt.5}

Al avanzar por el pasillo se sentía como si flotara sobre una nube, viajando lento sobre un campo de ajíes; leyendo formas rojas de matices anaranjados.
Sin embargo, sólo oía sus pasos, ya que el paramédico que la precedía no emitía ruido alguno, al pisar con sus zapatillas de espuma.
Llegaron a una enorme puerta metálica, cuyas bisagras rechinaron varias veces en el eco del pasillo al empujarla hacia adentro.
Al ingresar al cuarto, vio una hilera de tres cuerpos tendidos; un frío pavoroso la recorrió desde la nuca a su espalda, rematando en una punzada estomacal que casi la hace vomitar de los nervios.
Cada cuerpo estada cubierto por una lona, de pies a  cabeza; y tenia una etiqueta de cartón amarillo colgando del dedo pulgar de su pie izquierdo, con su nombre, data y causa de muerte, menos uno.
El primero, de nombre Anastasia Jiménez había muerto hacía dos días, de un ACV, a las 16:47. El segundo cuerpo, más ancho que el primero, y notoriamente más abultado, se había llamado en vida Esteban Huerta, había fallecido la madrugada de ese mismo día, a causa de un PCR.
El paramédico, se situó junto al tercer cuerpo; descubrió su rostro, y los ojos de Valentina se nublaron al ver que el rostro enjuto y debilitado que aparecía bajo la lona fuera el de su padre, de quien no tenía noticias hace más de cuatro años. Su rostro se había tornado grisáceo, y sus ojos hundidos y perfectamente cerrados parecían, aún así, mirarla fijamente, desde donde se situara. Su cabello ralo daba cuenta de una alopecia que ella recordaba haber visto aparecer, pero no había sido testigo de su desarrollo.

- Sí, es él - Apenas pudo decir con la voz entrecortada, y las lágrimas ya empapando su rostro.

- Lo encontraron en el terminal de buses, sentado sobre una banca con un frasco de Proxac vacío en su bolsillo.

- ¿Entonces murió de una sobredosis?

- Eso aún no lo sabemos, queríamos ubicar a un familiar directo, para hacerle entrega de sus pertenencias.

- No le entiendo, me dice que se tomó un frasco de antidepresivos pero no saben si eso lo mató??

- Señorita, mi labor era que usted reconociera el cuerpo; al salir le entregarán  el maletín que  cargaba su padre entre sus brazos al momento de ser encontrado. Los exámenes toxicológicos estarán listos mañana por la mañana.

- Ok. Muchas gracias. Supongo.

Arcilla {Hija pt.6}

Sentada en el autobús, camino al departamento que había habitado su padre hasta hace un par de días, aún era incapaz de dimensionar lo que estaba viviendo.
El hombre que la abrazaba cuando tenía pesadillas a los tres años; que empujaba su columpio a los seis; que en plena adolescencia le enseñó a conducir; y sin mayor explicación se marchó de casa antes de que ella cumpliese los dieciocho; ahora yacía sobre una fría camilla de acero inoxidable.

Al salir de la morgue, le entregaron las pertenencias de su padre: un chaleco de hilo de color verde, algo descocido en los puños; una camisa blanca, a la que le faltaban un par de botones, y los que le quedaban pendían débiles de sus costuras; un pantalón caqui color té con leche, de apariencia mejor cuidada que las otras dos prendas; un par de zapatos marrones a medio lustrar; y un maletín cerrado con llave, del que colgaba un llavero.

Le contaron, al entregarle las cosas, que al momento de ser encontrado, su padre abrazaba el maletín, como si quisiera llevárselo con él; como si quisiera que se lo entregaran a la persona que fuese a reconocerlo al hospital. Colgando de una hebilla de la valija, estaban atadas las llaves del departamento de su padre; eran tres llaves, dos parecían ser de una puerta; la tercera, más pequeña, tendría que averiguarlo más tarde. Lo que sí pudo comprobar era que ninguna de las tres llaves abría el pestillo del maletín de cuero que llevaba entre las manos.

Era fácil reconocer el edificio al que se dirigía con las indicaciones que le dieron en el hospital.
Una edificación de 10 pisos, enchapado de ladrillos, estilo viejo colonial, los que adoptaban un color rojizo cuando el sol lo bañaba al mediodía, y un color marrón oscuro al anochecer. Eregido sobre un mini-market de una conocida cadena, ubicado en una punta de diamante, frente a una farmacia independiente, que deberá llevar ahí más de treinta años, visibles a todas luces en su fachada y en su interior, pero que aún así se resistía al paso del tiempo y a abandonar su labor hacia la comunidad.

El ingreso al lobby se encontraba por un costado, donde se tuvo que registrar con el conserje, a pesar de explicarle la razón de su visita.

- Yo no pongo las reglas aquí, señorita. Sólo me pagan por hacerlas cumplir.

Tomó el ascensor, y su corazón comenzó a acelerarse. Sintió una gota de sudor recorrer su espalda, y al llegar a la puerta de su destino, le pareció que el número "605" que colgaba sobre el ojo mágico se burlaba de ella, moviéndose en círculos sobre su cabeza.

Quitó el seguro con la primera llave, marcada con un '1' sobre la goma amarilla que la recubría; al girar la segunda sintió cómo la puerta se abría al empujarla.

Respiró hondo, exhaló lentamente, y entró.

Cerrojo {Hija pt.7}

Al ingresar, la invadió un suave aroma a canela, proveniente de un frasco abierto, situado sobre la mesa de granito de la cocina americana. Valentina casi siempre echaba a hervir unas ramas con rodajas de naranja en su casa; eso le traía recuerdos de su madre, cuando de pequeña le cocinaba avena, o arroz con leche. La miraba atenta mientras echaba a cocer la leche y las ramas de canela, y le añadía, según si era desayuno o postre, avena o arroz.
Puso la cacerola al fuego con agua suficiente, y el par de ramas más aromáticos que encontró en el frasco.

Continuó explorando. Se encontró con un estante que albergaba una colección de libros de bolsillo, de diferentes autores, unos 30 en total, que a ella le habría demorado varios años en leer.
Junto a un sillón celeste de dos cuerpos, encontró un tocadiscos, que debía llevar más tiempo que ella en este mundo. La etiqueta del disco que estaba dispuesto a tocarse, decía "Nocturno Op. 9 n.° 2 - Frédéric Chopin". Encendió el tocadiscos, y un piano dulce invadió la sala, mezclándose con el olor a canela en el aire. Una extraña sensación la hizo descansar en el aire por un momento. 

Avanzó por el pasillo del departamento, seguida por Chopin y la estela de canela; y entró en la habitación en la que fue encontrado su padre.
Se sentó sobre la cama y recorrió con la mirada, cual búho a la medianoche en busca de respuestas. Su barrido se cruzó con una cerradura diminuta, que le sonreía desde un cajón de pino.

Pensó en la tercera llave, la introdujo en el cerrojo y el calce fue perfecto. El mecanismo crujió débil en el aire, dándole a conocer un pequeño tesoro que la estaba esperando impaciente.

Al abrir el cajón se encontró con un pequeño álbum de fotos, de tapa de imitación de cuero negro y bordado de hilos grises, y un broche que lo mantenía contenido. Sintió que aquel botón le gritaba que lo desprendiera, se sentó sobre la cama en la que había dormido su padre hasta hace un par de días atrás, y lo recorrió página por página.

Un sobre tamaño americano cayó sobre sus piernas desde el interior del libro que sostenía en sus manos. Lo recogió y leyó su nombre escrito con tinta negra.
Al abrirlo, una carta escrita con el puño y letra de su padre la miró fijamente a los ojos, y no la soltó hasta que no hubiese terminado de leerla.

Al acabar, sus ojos llenos de lágrimas no podían distinguir forma alguna; y le pareció que estas no pararían nunca de salir. Suspiros ahogados se desataron desde su garganta, y presionando la carta contra su pecho, sonrió para sí.